El pregón de las emociones de Carmen Muñoz Andrade
Su voz y su palabra anunciaron la llegada de la Semana Santa, llenando también el teatro de aplausos y emociones contenidas
Muchísima gente esperaba con gozo la llegada de este domingo que supone, para la orbe cofrade motrileña, uno de los actos cuaresmales más destacados del calendario. Inusual era no conocer a la responsable de poner, voz y letra, a este XXXVIII Pregón Oficial de Semana Santa. Su pregonera, Carmen Muñoz Andrade, atesora con tan sólo 31 años, una larga trayectoria de vivencias al amparo de las Cofradías, especialmente, de la Hermandad del Gran Poder.
Su vida y generosidad, unidas a sus profundas raíces cristianas y su don de la palabra, han permitido que esta joven pregonera y el público estrechen desde el principio un vínculo excepcional. Y es que pocos han sido los asistentes que a Muñoz Andrade no la consideren parte «de la familia». Una afirmación que ha permitido que este pregón se viva como propio, en primera persona, y con el corazón algo encogido en muchos de los pasajes de su hilo argumental.
«La anunciación», ha sido el primer golpe de esta pregonera sobre las tablas del Teatro Calderón de la Barca. Una introducción que paseó, de una manera muy motrileña, por algunos pasajes y textos bíblicos para concluir con un acertado «Padre, si de verdad me quieres, devuélveme a Motril».
Muñoz Andrade abrió entonces la cremallera de la emoción. «Motril, cuánto he deseado que tuviéramos este encuentro, te debo tanto que seguramente te debo todo lo que soy», acertó a decir para, después, reconocer con la palabra, y con el corazón abierto de par en par, la importancia que tienen los reencuentros. «Motril no ha visto todas las ocasiones donde las hermandades se piden consejo, se prestan parihuelas o sencillamente se muestran tanto aprecio que acaban siendo hermanas», dijo haciendo referencia a la alianza de la Hermandad de la Borriquita y del Gran Poder que, en el año 1992, Juan Manuel Jiménez y Cecilio Arcas firmaron a pluma y fundieron con un abrazo. «Tomemos esta alianza a modo de ejemplo y tendamos puentes entre las distintas cofradías, que no falte la ayuda desinteresada y el gozo sincero por el progreso de los demás», apostilló.
El entusiasmo y la alegría no tardaron mucho en llegar a escena. El Domingo de Ramos abrió las puertas del tiempo para poner en valor «los corazones inofensivos, limpios y sin heridas», porque a juicio de la pregonera, «son el verdadero triunfo de este día». La responsable de anunciar la Semana Santa paró sobre un recuerdo: el paso de la Borriquita arriado al final de la Carrera Oficial. «Entonces sonará de nuevo el martillo, y todo lo que parecía igual tendrá un sabor distinto, cuando la voz del pequeño capataz, que de su padre ha aprendido el oficio, llame a los costaleros y les diga que esta es la faena de la tarde», contó emocionada haciendo alusión a Dani Pérez, hijo del capataz de la Borriquita, cuya inocencia sigue levantando los corazones de muchos cofrades y, más aún, de los costaleros de este paso de misterio a la salida de Carrera Oficial.
Muñoz Andrade siguió navegando por sus vivencias de una manera sutil y poética. Tan absolutamente distinta y tan «de pellizco». Tan personal como atemporal. La pregonera se refirió al Señor de la Humildad como el «patrón de los extraviados que navegan en la incertidumbre» y tomó la frase de «conocerte fue Victoria» para hablar de los abrazos de esperanza que reconcilian con Dios y con la vida.
El Perdón fue un reguero de sentimientos. La pregonera recordó que el Martes Santo fue su primer cortejo, «mi primer hábito y, dicho sea de paso, también mi primer amor». Un amor que se afanó a definir con palabras y que acabó siendo una Salve personal, dirigida a la capitana de la legión carmelita, María Santísima de la Misericordia.
La emoción llegó después y reparó en las primeras veces. Los recuerdos conectaron con la vida más presente de la pregonera. Una emoción que Muñoz Andrade quiso contener al hablar de Menchu, de su abuela y de la salud y las heridas abiertas por culpa del cáncer. La lección de fe habló de lo importante que es el consuelo cuando creemos que Dios nos ha abandonado.
Trabajo y esfuerzo fueron las palabras más utilizadas para hacer referencia a la hermandad de Pasión. «Su historia está llena de momentos delicados, de cambios sobrevenidas y de tiempos tan difíciles que solamente han quedado en pie los valientes», dijo sin tapujos para pedir, al público, un aplauso para todos los hermanos de esta corporación, «el verdadero motivo para que a Motril se le llene el pecho de orgullo al llamar a Jesús de la Pasión, Maestro».
Una sacudida de esperanza para los que han perdido su hogar, los que huyen de la guerra, los que se juegan la vida cruzando el mar o para los que sufren la soledad en las camas de los hospitales. Esperanza para los desamparados que duermen en los portales y los que yacen en tumbas desconocidas. La pregonera habló de las víctimas, de las mujeres asesinadas, de las injusticias que soportan las personas homosexuales o de las personas que mueren a causa de mezclar la religión con la guerra. «Si algo he aprendido es que Dios, independientemente de su nombre, nunca pide sangre como señal de sacrificio», sentenció.
Esta especialista de la emoción bordó con hilo de oro cada tramo de su pregón. En el silencio, habló del luto y de la luz que resurge cuando creemos que la Iglesia ha perdido al Salvador. También habló de lo auténtico, de lo implícito, de lo sacramental, de lo que vive siempre en el sagrario.
Justo en el final, la voz quebrada se entregó al Gran Poder a modo de un Padre Nuestro, la fortaleza y alcazaba de la pregonera. Andrade recorrió sin miedo las entrañas de la Semana Santa. Una asignatura que permitió impartir muchas de las lecciones que, mañana, se recordarán sin esfuerzo. Porque más que un pregón, la pregonera escribió un sueño hermoso de lo que está vivo y de lo que está a punto de vivirse, que podría parecer lo mismo, pero que no lo es en absoluto. Carmen no lo sabe, pero no se quedó nada para ella. Su esencia perfumó el ambiente y su prosa puso lo demás. Enamorando al que ya estaba enamorado de una semana que cuenta los días al revés.