Arriba España
Arriba siempre me pareció el verbo propio que sucede al error. Arriba el ánimo. Arriba las ganas. Arriba la vida....
Arriba siempre me pareció el verbo propio que sucede al error. Arriba el ánimo. Arriba las ganas. Arriba la vida. Una conjugación presente muy propia para coserse en el pecho y lucirla en tiempos de tristeza emocional, ahora que empezamos a no mirar con recelo las tradicionales apropiaciones culturales de siempre. Algo muy habitual cuando el sentimiento colectivo está en plena efervescencia, como ocurre con la bandera nacional en tiempos de mundiales de fútbol.
Hoy, un virus nos ha puesto en evidencia y ha tambaleado nuestros fuertes inquebrantables. Lo ha hecho en silencio en un país lleno de ruido y lujos que ahora nos parecen obscenos. Pero en cierto modo la cantinela de siempre no cesa. Los de siempre contra los de siempre, y al revés. Y qué pereza.
Este virus nos ha enseñado que a diario convivimos con otro virus dentro. El virus de la culpa. Está metido en los huesos y normalizado en todas nuestras estructuras sociales y vitales. La culpa que no acepta que no existan culpables. La culpa que atiza al gobernante, pero que no pone frente al espejo su ejemplaridad como ciudadano corriente. Yo no disfruto con la desgracia de mi país. No lo hacía con Rajoy, tampoco lo hago con Sánchez, ni con Abascal, ni con mi vecino de enfrente.
Y es por eso que la radiografía de España me deja cada vez más espantada. Patriotas contra la patria y la humanidad, comunistas haciendo frente a una crisis capitalista voraz y, el resto, moldeando la información según sus propios intereses, convicciones y criterios. Todos desconectados de la verdadera realidad: muertos, penurias, historias, escasez, miedo y vulnerabilidad. Porque sí, hay un mundo más allá de nuestro ombligo -y no lo he descubierto yo-. Ese mundo, que creemos que es nuestro por derecho, existe más allá de nuestra soberbia, ego y conocimiento sobre causas y consecuencias.
Y la vida sigue pasando y es raro. Porque hay cosas que no me parece que hayan cambiado tanto. Seguimos sumidos en nuestras ocupaciones banales y con nuestras discusiones políticamente infinitas, pese a la inquietud de los acontecimientos.
Estos días, cuando todo lo malo está en el aire, yo reflexiono sobre el amor. El amor en todas sus vertientes y ápices. El amor como muestra de solidaridad y responsabilidad individual. Ese amor de batas blancas y azules. El amor que no duerme y no teme. El amor que no lleva relojes ni excusas. Ese tipo de amor que despacha frente al mostrador y los cajeros. El amor del que limpia lo contaminado, aún cuando el frío cala y la lluvia no cesa.
Ese amor me lleva puntual a la cita de las ocho de la tarde. Y aplaudo acordándome de personas a las que quiero y admiro. Recuerdo a Ramón, a Manuel, a Rosa, a José Luis, a Emilio, a Yolanda y a muchos que, como ellos, no se paran a buscar culpables de nuestra miseria porque lo único importante ahora es la vida y llegar a tiempo.
Quizás todos estamos en casa recuperándonos de algo ahora que vivimos el tiempo en toda su plenitud y lentitud. Si lo has entendido, ya tienes una segunda opinión de lo que es la vida. Has reparado en ese detalle sutil que hace preservar lo fundamental: tenemos lo único que importa. Al resto, que le den. Y para todo lo demás, arriba. Arriba España. Porque saldremos de esta.