El piloto que quería freír un huevo

Lo de que todos somos iguales es una de las mentiras más grandes que jamás nos han contado. O, como...

Lo de que todos somos iguales es una de las mentiras más grandes que jamás nos han contado. O, como nos dijo un profesor al que admiro el mismo día que nos conocimos: una mierda como un piano. Y se quedó tan pancho. Pero esa frase, que no por soez deja de ser cierta, sigue retumbando en mi memoria aún hoy, casi veinte años después.

De un plumazo, en los cinco primeros minutos de clase, tiró por la ventana todo ese trajín de lo políticamente correcto que se convierte, muy a menudo, en la losa que nos lleva hasta el fondo del fango. Y cuando el barro nos llega hasta las orejas, ya me gustaría ver quién no deja lo correcto a un lado para devorar la misma vida.

Lo que aquel profesor nos quiso enseñar era que cada cual tiene su aquel. Como en el ajedrez. Cada pieza, con su movimiento concreto, colabora en el fin máximo: que el barro se quede al otro lado del tablero. Así que habrá quien necesite ir paso a paso, asegurando el camino, comprobando que todo va como tiene que ir. Pero también habrá quien haga el viaje mucho más rápido. Puede que, incluso, haya personas que lleguen al final antes de lo previsto y no les quede más remedio que vivir una segunda vida. Pero, ojo, Oscar Wilde ya nos lo advirtió: quien más de una vida vive, más de una vida tiene que morir.

Wilde sí que sabía de vivir con los pies enfangados permanentemente. Y así acabó, el pobre. En plena época victoriana, donde aparentar era mucho más importante que ser. Y si lo que eras ponía en peligro lo que tu gente cercana aparentaba o, peor, lo que querían que tú aparentases… Pues barro. A la cárcel por amar. Como si al amor se le pudieran poner grilletes o barreras. Wilde se habría llevado de vicio con mi profesor.

Volvamos a este último. Aquel entusiasta que, en mitad de un grupo de asignaturas empeñadas en afirmar lo contrario, quiso hacernos ver que no. Que solo teníamos que echar un vistazo alrededor para darnos cuenta de que iguales, lo que se dice iguales, ni lo éramos ni lo íbamos a ser. Obviamente, aquel hombre -personaje, a veces-, no se refería a derechos ni a conquistas sociales (aunque, a la vista está, tristemente, que en eso tampoco somos iguales. Ni parecidos). Era un revolucionario que se encargaría de evaluar el progreso conseguido en su asignatura y no de comprobar si eras capaz de memorizar esta o aquella fórmula. Y en ese progreso nos enseñó que el valor de cada persona va más allá de lo que los números cuentan. Que probablemente sepas pilotar un avión pero después no seas capaz de freír un huevo. Y quien te fría los huevos muy probablemente no sabrá lo que tiene que hacer a los mandos del avión, pero cómo apetece ahora coger uno de esos panes de pueblo y ponerse a mojar.

Fue un profesor pragmático, emblemático y, probablemente, dos o tres áticos más, bien amueblados y merecidos, que nos insufló aquello del pensamiento crítico que tanto agradezco hoy en día. Que nos enseñó que las personas se alarman más cuando ven a alguien feliz por la calle que cuando lo ven llorando, como si reírse a carcajadas fuera un signo de locura, pero llorar a moco tendido fuera algo parecido a la normalidad. Una vez interpreté a un personaje (Murray Burns, de la obra de Herb Gardner “Miles de Payasos”) que resultó pensar parecido. Decía que si sales a la calle principal del pueblo a pedir limosna a la gente, probablemente pases desapercibido. Pero como salgas a mendigar un poco de alegría, de amor o de educación… De ahí ya no te libras: marcado en barro para toda la vida. Y a ver cómo te quitas después el apodo de “el sonrisicas”.

Gracias. No solo a mi profesor, sino también a quienes ven en lo heterogéneo una oportunidad variopinta de crear algo único. Y a quienes hace algunos siglos se dieron de bruces contra una realidad que quería poner puertas al campo y, lejos de rendirse, se tiraron al barro y enarbolaron la bandera de la libertad. Que ya lo dijo Lorca: nada turba los siglos pasados. No podemos arrancar un suspiro de lo viejo.

ELA ELA