La evolución ética

Cuentan los científicos que el pulgar oponible fue el punto de partida de la evolución de los proto homínidos hasta...

Cuentan los científicos que el pulgar oponible fue el punto de partida de la evolución de los proto homínidos hasta el homo sapiens. La posibilidad de asir objetos y utilizarlos como herramientas, dotó a aquellos primates de la capacidad para desarrollar su cerebro, otorgándoles una fundamental diferencia con el resto de animales.

A lo largo de miles de años, aquel detalle primigenio hizo evolucionar a nuestros primos lejanos tanto en el uso de materiales como en el desarrollo del pensamiento abstracto, de tal forma que, llegados a nuestros días, el conocimiento del medio y de nosotros mismos ha experimentado un enorme desarrollo, y ese desarrollo no es ya lineal, sino exponencial, los avances de la técnica han adquirido una aceleración vertiginosa. 

Lo anterior está muy bien, en cuanto a los que denominamos progreso. Pero, en el aspecto ético, es decir, en el perfeccionamiento del ser humano como ente consciente de lo que de pequeños aprendimos sobre el Bien y el Mal, ¿en qué estadío nos encontramos?

La actuación de la especie en ese sentido, no difiere gran cosa del comportamiento de aquellos primeros homínidos. Es más, yo diría que la capacidad para ejercer la maldad del hombre actual es mucho más sofisticada que la de los primates “del dedo pulgar oponible”. Se podrá argumentar, ciertamente, que el hombre moderno se ha dotado de leyes que regulan las conductas excéntricas de los individuos, y es verdad. Pero la mera existencia de esas normas correctoras, no hace más que adverar una cuestión: la existencia del mal en el ser humano, de ahí la necesidad de aquellas.

Por tanto, en mi opinión, a la evolución intelectual y técnica de la especie, en modo alguno le ha acompañado la evolución ética, el perfeccionamiento del individuo en sus modos de actuar ante los congéneres y ante la naturaleza. Una inteligencia basada en el interés particular y no en los valores morales. Mentes todavía dominadas por instintos primarios, egocéntricos. La misma quijada de asno cainita, la esgrimen ahora multitud de personas, con otro aspecto, con más poder mortífero, pero esencialmente el acto y la intención son idénticos. 

Ante este hecho, a mi parecer indudable, de la falta de evolución ética del ser humano, la siguiente cuestión es preguntarse la razón de esa carencia. Y eso es mucho más difícil de descifrar que el mero diagnóstico. Sería temerario y presuntuoso si yo me atreviera ni siquiera a apuntar la causa de nuestro anquilosamiento en esa perfección no lograda. Basten estas líneas, no es otro mi propósito, para haceros reflexionar sobre todas estas cosas.

ELA ELA