Quien no castiga el mal, ordena que se haga
Quien más, quien menos, en la familia tiene a un “niño”. O una “niña”. Quizá con cuarenta y tantos años,...
Quien más, quien menos, en la familia tiene a un “niño”. O una “niña”. Quizá con cuarenta y tantos años, pero eso no se lo quitará nunca. En mi casa es mi madre, que es la menor entre sus hermanos. Y ya por eso, pues “la niña”. En la generación siguiente le ha tocado a mi hermana pequeña. Que cada vez es menos pequeña, incluso es más alta que yo, pero las tradiciones no entienden de alturas: la niña. Adjudicado para siempre.
Pues bien, la niña me dio una de las lecciones de mi vida. Cuando ella aún no era una adolescente y todavía iba al colegio. En ese momento me dio por hacerle una de esas preguntas odiosas que siempre se le hacen a los niños pequeños y que me parecen horribles. Pero en ese momento caí: ¿a quién quieres más? ¿A papá o a mamá? Mal.
Porque, ya que tengo este pequeño altavoz, quiero aprovechar para decirlo: mal. Cada vez que le hacemos esa pregunta a un niño: mal. Pero hay otro montón más de preguntas que son igual de repugnantes y que pueden hacer más daño del que nos imaginamos: ¿y las novias, qué? ¿Cómo que “y las novias, qué”? Mal. Muy mal. Porque detrás de esa pregunta hay una etiqueta más grande que la propia persona a la que se le pregunta. Y esa etiqueta, a esa edad, se convierte en una carga que no siempre somos capaces de soportar. Porque las etiquetas, con el tiempo, son capaces de torturar, de ahogar, de asfixiarnos bajo un nombre que realmente no nos representa.
Dijo Leonardo da Vinci que quien no castiga el mal, ordena que se haga -esta frase, que ya tiene más de quinientos años, me parece más actual que nunca-, por eso quiero entonar el mea culpa por el día en el caí víctima de esas preguntas de cuñado. Por suerte, ahí estaba ella, mi hermana, la niña, para demostrarme que se puede callar una boca, la mía, con elegancia. Para decirme que ahí estaba ella, dispuesta a no pasar por el aro. Porque su respuesta me impresionó más de lo que ella, en su inocencia, pretendía. Pero a mí me enseñó que muchas veces es mejor quedarse callado, algo que se suele aprender con el paso de los años.
Cuando a un niño le preguntamos por las novias -y a una niña por los novios- estamos, además, transmitiendo unos valores que no consiguen más que crear un sentimiento de culpa y de miedo con el que a veces no se puede vivir. Y no se puede vivir porque esos sentimientos que creamos en casa se trasladan después al colegio, al instituto… donde todo se magnifica, se empeora y, desgraciadamente, acaba por generar una sociedad en la que el miedo de unos se convierte en el rechazo -y violencia, a veces- de otros. Y es que también decía Leonardo que quien no valora la vida no se la merece. ¿Y quién se merece más la vida que una personita que, con apenas diez o doce años, aún está aprendiendo a aprender, a vivir y a querer? ¿Quiénes somos los demás para coartarle en cualquiera de esas tres cosas? ¿Para convertir sus experiencias -las mismas que los demás hemos escogido o nos hubiera gustado tener- en pánico? Mal.
Lo mismo ocurre cuando le damos a elegir entre papá o mamá. Quizá, si en vez de enseñar a querer más o menos, enseñásemos a querer bien, a querer mejor, hoy los problemas serían otros. Y ya puedes querer a mamá, a papá, a tu compañero de clase, a tu compañera, a quien te dé la gana. Pero os queréis bien. Y punto. Que nos importa más lo que hace cada uno con su intimidad que la felicidad de las personas. Y eso, a estas alturas de la vida: mal.
Por eso me quedo con lo que mi hermana me respondió aquel día: “a la abuela” -la única que ella conoció. Sorprendido por la respuesta, insistí: “¿y eso por qué?”
“Porque con ella no tengo que elegir”.